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Elías Nandino
Para quienes éramos jóvenes al terminar los cincuenta, Elías Nandino estaba allá, muy alto, pero inmóvil en su poesía solitaria que sólo unos pocos se acercaban a leer. Los demás, eran enviados por los poderes culturales vigentes a paladear la poesía calificada como única, en los dogmas de quienes fungían como dueños de revistas, suplementos, grupos establecidos para orientar -¡qué necios!- el gusto cultural. Uno leía forzosamente a los Contemporáneos y corría por los autógrafos y las enseñanzas de Pellicer o de Novo y memorizaba las maravillas de Villaurrutia, las profundidades de Cuesta, las suavidades de Owen. Luego había que recitar a Octavio Paz, el imprescindible y regresar siempre a don Alfonso Reyes, muerto apenas la víspera y padrino de todos los que de una forma u otra, merecían un trato comedido en la mesa gastronómica de nuestra literatura. Era forzoso pagar ese tributo de elogiar a los valores establecidos según “la ruta nuestra”: extrañísima forma de entender en un solo sentido, el sentido de lo propio, lo que valía la pena encomiar.
Para quienes éramos jóvenes al terminar los cincuenta y empezar los sesenta, no existía vuelta de hoja. Eso era lo perdurable y a callar. Nada de andarse con remilgos, muchachitos, ni decir no me gusta a lo que había salido del Olimpo. Era muy importante leer y paladear y venerar a aquéllos -muchos y buenos todos desde luego-, so pena de parecer idiota y terminar los días publicando versitos y ensayitos en alguna revistucha marginal. Para quienes éramos jóvenes al comenzar los sesenta, aquello era más o menos así.
Así era el mandamiento, pero desobedecíamos y pecábamos y nos
lanzábamos a leer a Elías Nandino -qué difícil era dar con sus poemas-, o
a gustar en secreto -como oficiantes del vicio solitario-, las rimas broncas
de Leduc; o a entregarnos de lleno a los versos rebeldes de Efraín Huerta
y Jesús Arellano. O a asomarnos, temblando de emoción, a la emoción
cotidiana, temprana todavía, de un Jaime Sabines desgarrado. Eran
muchos los buenos que no estaban en la brillante lista de los imprescindibles
y nunca conseguimos entender -no lo entendemos aún ahora-, por
qué los grupos, las revistas, los suplementos de la élite, les regateaban
tanto el reconocimiento. Entre esos grandes -de alguna manera marginados
o simple y hábilmente soslayados-, estaba a la cabeza, ya se sabe,
Elías Nandino. Venía de muy atrás: de lejos: del tiempo de los Contemporáneos,
que no lo acabaron de instalar en su equipo, tal vez porque a
Nandino le faltaba el desplante social de lo exquisito. “Los conocí cuando
eran inmortales -le dijo a Armando Ponce un Nandino burlón, en octubre
de 1982- y mire usted, ahora todos están muertos”. El único que vive, que
sobrevive, es él, atado a esa suya poesía que al ser añejada por el tiempo,
al no haberse desgastado por la publicidad dogmática de lo antologable,
conserva y transmina hoy el sabor de lo original, de lo sencilla y limpiamente
poético por triste y por dramático.
Desde luego, Elías Nandino jamás fue un inocente, ni se dejó aplastar ni marginar a lo tonto. No es una víctima. Él se hizo a un lado y dejó pasar los búfalos tronantes para poder continuar escribiendo sin presiones de fama o de premios posibles. También, además, con generosidad de médico apostólico -bondadoso señor-, se dio a la tarea -por aquellos cincuenta- de publicar Estaciones, donde los jóvenes de fines de esa década, echábamos a retozar nuestras primeras parrafadas y aprendíamos a reconocer, en ese poeta altruista, pero extraño -siempre extraño, misterioso- una personalidad que no negociaba con halagos y que de pronto se ponía a decir, por ejemplo, maravillas:
Elías Nandino no necesitó de trampas políticas para sobrevivir en
nuestras letras. Con sus propias manos fabricó una silla y se sentó a la
mesa de la poesía mexicana a leer sus versos con sabor a muerte. Leyéndolos,
es decir, escribiéndolos, nos entregó un mensaje a los jóvenes de
entonces, que guardamos en un lugar privilegiado del librero nacional,
en un sitio agradecido del corazón literario.
Para quienes éramos jóvenes al terminar los cincuenta, Elías Nandino
fue maestro, amigo, ejemplo sobre todo de cómo ser y hacerse escritor sin
alharacas: sencillamente siendo y escribiendo.
Vicente Leñero
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